lunes, 3 de mayo de 2010

EL INDIGENTE.




Las personas caminaban abúlicas y con la mirada en el suelo, el mistral soplaba con fuerza elevando la basura de las calles e imponiendo su ritmo al baile de los arbustos. Era uno de esos días en que los sueños y esperanzas escapaban a ciento ochenta por una autopista en sentido contrario, observas como se alejan con la certeza de que la próxima vez que las veas serán un amasijo de hojalata y carne.
Nos atusábamos los abrigos para no dejar pasar al frío mientras esperábamos en el parque, por qué siempre alguien se retrasa demasiado. Y entonces apareció el indigente, oliendo a micción y con una botella de vino barato en la mano. Fijó su mirada en nuestro grupo y empezó a correr de manera sorprendentemente grácil y violenta. Todos hicimos el ademán de salir corriendo, pero ya era tarde, se paró en seco antes de tropezar y habló con voz de cuero.

- Puedo parar el viento cuando me dé la gana.
- Si claro -dijo el más espabilado- eso tienes que demostrarlo.
- Lo haré si me dais unas monedas.
- Primero para el viento y después ya veremos.

El indigente intentó tocar mi brazo para no caerse, lo aparté sin dudarlo y casi se estrella contra el suelo. En el último instante se apoyó en una papelera que le salvó de un buen golpe. No me sentí mal, me daba asco.

- Venga hombre, a ver como nos quita de en medio esta ventolera.

El indigente se posó a dos metros de nuestro grupo, a duras penas podía mantenerse vertical. Soltó un grito que ahogó en un quejido y de pronto empezó a mover ambos brazos como si fuese un molino. La saliva le caía por la barbilla fundiéndose con los mocos que emanaban de la nariz, su mirada la clavó en mí como un cazador en su presa. Los brazos giraban cada vez más despacio, una sensación de calma recorría mi cuerpo, más lento, más. En su cara alquitranada se esbozó una sonrisa, más despacio, todo se movía más despacio.
Contemplé como mis amigos reían y se mofaban de una forma flemática, como las hojas de los árboles se movían con fuerza, despeinándolos. El polvo formaba remolinos y las matas cimbreaban. Todo ocurría a mi alrededor, pero yo no podía sentir el viento.
Me cogieron del brazo y salimos corriendo, burlándonos con crueldad. Miré atrás y escuché al indigente decir, chico, me debes una moneda.

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