lunes, 17 de mayo de 2010

CHAPLIN


A las siete de la mañana y con los tendones de la pata delantera derecha colgando seguía corriendo detrás de mí, con un reguero de sangre detrás. Se había destrozado la pata con una botella que un malnacido rompió contra el suelo. Siempre íbamos a correr juntos por la tarde, siguiendo la orilla del río, pero empezaba un nuevo trabajo ese lunes y salimos al amanecer. Lo llevé en mis brazos hasta mi piso, llegué empapado en sangre y llamamos a unos amigos que tenían coche para ir a curarlo. Cuando el veterinario dijo que necesitaba mi ayuda no lo dudé un segundo. Agarré los dos extremos de los tendones mientras él los soldaba apestando el quirófano con el olor de la carne quemada. Y aunque he olvidado más de la mitad de mi vida, jamás olvidaré ese momento.
Chaplin es un perro que odia a las personas, en especial a los niños pequeños, y eso nos unía. No era capaz de estar cinco minutos quieto, pero juro por mi vida que un día en el que estaba triste me desahogué hablándole durante una hora y el se quedó sentado, con la cabeza apoyada en mi pierna y mirándome a los ojos, escuchándome paciente.
Se quería follar a todos mis amigos, se comió una olla de garbanzos entera subiéndose a la encimera de la cocina mientras yo limpiaba el baño, me mordió, destrozó el sofá, mi raqueta de tenis, todas las zapatillas, todos los cojines, todas las paredes, toda mi vida social y lo tuve que entregar a una protectora de animales para que se hiciesen cargo de él, después de cinco años juntos, porque ya no tenía casa donde vivir. Sin duda, es el ser vivo que mejor me ha comprendido, será verdad eso de que el perro se parece a su dueño. Y quizás es porque mi idea del amor se parece más a correr huyendo del hacha que lleva mi pareja en las manos por un laberinto de setos de un hotel sin huéspedes en medio de la noche a veinte grados bajo cero, que a ir cogidos de la mano paseando por el parque en primavera, pero aún lo echo de menos.

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