sábado, 3 de abril de 2010

LA SOLEDAD





Lo más extraño no es el estado de consciencia mientras estaba totalmente inmóvil, ni ver a mis seres queridos llorar desconsolados a pesar de que durante la mayor parte de la vida me he sentido solo. Recuerdo que me sorprendió mucho que al cerrar el ataúd y escuchar golpear los palazos de tierra encima, siempre pude ver en la oscuridad de mi tumba con una luz brillante, como si estuviese tomando el sol a mediodía. Veía mi mandíbula, mi pecho, mis pies, mis brazos, mi abdomen y mi pene envueltos en el estúpido traje azul marino con el que me vistieron.
Cuando acabaron de enterrarme el silencio me tranquilizó durante unos minutos, hasta que fui consciente de que nunca escucharía el más leve rumor, de que estaba sordo para la eternidad. Nada más lejos de la realidad, aún me quedaba algunos sonidos por escuchar.
Notaba como mi cuerpo empezaba a fermentar, como la carne poco a poco se pudría. De vez en cuando un leve crujido en mi interior me sobresaltaba, como si unos diminutos e incómodos vecinos arrastrasen muebles dentro, pero no sentía ningún dolor, ni repulsión, ni miedo, ni angustia; sólo un frío tenue a tono con la lividez de mi piel, que notaba cada vez más transparente. Las grasas acumuladas en el abdomen se transformaron en una sustancia jabonosa y de mal olor, sentía como si todos los órganos flotasen en glicerina y huesos licuados. Billones de bacterias me pedían como primer plato en el menú del día y los gusanos empezarían pronto a llegar al restaurante de moda en el cementerio.
El sonido de los helmintos arrastrándose mientras me devoraban fue el último que recuerdo haber escuchado, los sentía en mi interior, detrás de los ojos, en la lengua, en los dedos de las manos, en el cerebro, en el estómago. El frío cada vez era más severo en la medida que mi carne desaparecía y el esqueleto asomaba.
El tiempo daba tumbos como un borracho. Las horas, los días, los meses y los años cimbreaban chocándose con las paredes del féretro, era como si todo lo que ocurriese en el universo era la reducción de un ser humano a polvo.
Empecé a temblar cuando la osamenta se transformó en harina, era como estar enterrado en un iceberg flotando alrededor del Polo Sur. Flotaba en un mar gélido, buscando para siempre el calor que me arropase y dejar de tiritar. Pasaron siglos desde mi muerte y aún vago por esta soledad congelada y eterna, buscándote, seas quién seas, para abrazarme a tu cuerpo y no soltarme nunca. Para despertarme a tu lado cada nueva mañana y hacer el amor hasta quedarnos sin fuerzas.

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